1.37.11.8: Los selfies, el egotrip individual y la división de la consciencia

Queridas y queridos sincronautas:

Vivimos en una era donde la imagen ha usurpado al espíritu, y el reflejo en la pantalla ha reemplazado al espejo del alma. Los selfies, en su proliferación desmedida, se han convertido en altares del ego, donde la validación externa sustituye al reconocimiento interno. Particularmente en las mujeres, esta práctica ha fomentado una realidad distorsionada, donde lo aparente eclipsa lo auténtico, y la esencia se diluye en la búsqueda insaciable de aprobación virtual.

Las mujeres —portadoras ancestrales de la sabiduría cíclica, del ritmo lunar, del conocimiento del corazón— están siendo arrastradas masivamente hacia una espiral de auto-obsesión virtual. Lo que comenzó como un simple gesto de autorrepresentación se ha transformado en una adicción encubierta, donde cada selfie no es solo una foto, sino un fragmento de energía vital entregado al altar digital del algoritmo. El problema no es una foto o dos, sino la compulsión inconsciente que lleva a muchas a sacarse decenas, cientos, incluso miles de imágenes de sí mismas, buscando la mejor versión, el mejor ángulo, la mejor “cara” para ser aceptadas, consumidas y recompensadas con likes.

El narcisismo digital se ha naturalizado y, sin darnos cuenta, se ha convertido en una religión invisible. Las redes sociales alimentan esta dinámica con recompensas ilusorias: más seguidores, más visibilidad, más “valor” en el mercado de la atención. Pero, ¿a qué costo? El alma se disocia, la autenticidad se diluye y el cuerpo femenino, que debería ser templo de creación, se convierte en mercancía energética. Esta epidemia no afecta solo a la salud mental, sino que fragmenta la consciencia. Cada selfie repetido, cada gesto ensayado frente a la cámara, es una capa más de separación con la verdadera esencia. Las mujeres están siendo desconectadas de su naturaleza profunda, y lo más grave es que esto ocurre bajo la máscara de empoderamiento. ¿Qué empoderamiento puede haber en depender del reconocimiento ajeno? ¿Qué libertad hay en estar encadenada al juicio del otro?

Mientras todo esto sucede, el planeta arde. Las bombas siguen cayendo, ahora también sobre Pakistán, en un conflicto feroz impulsado desde India. En Gaza, la sangre sigue corriendo como si ya no importara. Ucrania ha sido prácticamente borrada del mapa mediático de nuevo. La atención colectiva ha sido secuestrada por distracciones perfectamente diseñadas. Y en medio de este caos global, se nos presenta un nuevo Papa, León XIV, el primero de nacionalidad estadounidense, cuya presencia en el Vaticano parece más una operación geopolítica que un liderazgo espiritual genuino. No ha mencionado ni una sola palabra sobre detener las guerras. Ninguna referencia a un verdadero alto al fuego mundial, ninguna llamada urgente a la paz.

El simbolismo es fuerte: un Papa estadounidense encajando con la profecía del «Papa Negro», mencionado por San Malaquías como el último Papa de la historia. ¿Qué significa esto? ¿Es casualidad o una jugada perfectamente sincronizada para manipular al mundo desde una posición eclesiástica? Y aún más, si hay un Papa, ¿por qué no hay una Papisa? Las mujeres, en lugar de reclamar ese rol espiritual sagrado, en muchos casos están utilizando el lenguaje de la espiritualidad como otra herramienta para ganar dinero, visibilidad y “clientes”. Venden servicios, canalizaciones y sesiones de bienestar mientras, en muchos casos, continúan desconectadas de las verdades profundas de la consciencia. Hacen yoga, estudian astrología, consumen medicina oriental… pero siguen comiendo animales, siguen ancladas al calendario gregoriano, y siguen atrapadas en la trampa de su imagen digital.

La Iglesia sigue sosteniendo el calendario impuesto por Gregorio XIII, una estructura artificial que corta la conexión natural con los ciclos lunares y solares. El nuevo Papa no muestra intención alguna de promover un retorno al sincronario de las 13 lunas, ni mucho menos de alzar la Bandera de la Paz como símbolo universal. Todo sigue como estaba, disfrazado de renovación. Pero, ¿puede haber renovación sin verdad? ¿Puede haber evolución espiritual sin cuestionar el tiempo artificial que rige nuestras vidas?

Es aquí donde debemos volver a lo esencial: todo es espiritual. Absolutamente todo. No se trata de creencias ni religiones. El ateísmo y el agnosticismo también son estructuras de fe. Lo verdaderamente importante no es en qué crees, sino el nivel de consciencia desde el que vives, comes, decides, y compartes tu vida. ¿Podrías matar a todos los animales que has comido a lo largo de tu vida? ¿Podrías hacerte responsable de tan solo un 10% de ellos? Si no, ¿qué clase de consciencia estás habitando?

El engaño moderno está en hacernos pensar que se puede ser “espiritual” sin ser coherente. Que se puede meditar por la mañana y consumir violencia al mediodía. Que se puede hablar de amor y paz mientras uno colabora con sistemas que generan sufrimiento. Que se puede ser libre usando filtros.
En un mundo saturado de información y superficialidad, es imperativo que las mujeres, en particular, reconecten con su esencia espiritual. Más allá de las apariencias y las tendencias, está la verdad del ser, la conexión con los ciclos naturales y la sabiduría ancestral. Es hora de trascender el egotrip individual y abrazar una consciencia colectiva que honre la autenticidad, la compasión y la armonía con la vida.

Porque todo lo que nos rodea son niveles de consciencia. Y no hay camino hacia la luz si no desmantelamos primero las sombras digitales que nos mantienen dormidos. La verdadera revolución será interior, íntima y colectiva. Y no tendrá filtros, ni hashtags, ni selfies.

Atentamente,
Maya Galáctico 999.

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