1.37.12.1: La bandera de la paz, memoria silenciada, verdad desatada
Queridas y queridos sincronautas:
En un tiempo donde la sociedad está horrorizada por el genocidio en Gaza, donde los niños son enterrados bajo los escombros y los templos son reducidos a polvo, emerge la necesidad de recordar un símbolo olvidado: la Bandera de la Paz. Fue concebida hace casi un siglo por el artista y humanista ruso Nikolái Roerich, un visionario que comprendió que la cultura, el arte y el espíritu debían preservarse por encima de cualquier conflicto. En el marco del Pacto de Roerich, firmado en 1935 y respaldado por más de veinte naciones, se establecía que todos los monumentos, instituciones educativas y obras de arte debían ser respetados incluso en tiempos de guerra. Su bandera, blanca con un círculo rojo que encierra tres esferas del mismo color, simboliza la trinidad de la ciencia, el arte y la espiritualidad, unidas dentro del círculo protector de la cultura.
Pero el mundo olvidó ese pacto. Desde su firma, su espíritu ha sido pisoteado una y otra vez. La Segunda Guerra Mundial devastó Europa, reduciendo a cenizas ciudades como Dresde y Varsovia, destruyendo museos, bibliotecas, iglesias y archivos que formaban parte del patrimonio espiritual de la humanidad. En Vietnam, el uso masivo del agente naranja y los bombardeos sobre templos, aldeas y selvas sagradas demostraron que la ciencia había sido puesta al servicio de la destrucción, y no de la vida. En África, el colonialismo europeo saqueó recursos, esclavizó pueblos y aniquiló culturas enteras. En el Congo, Patrice Lumumba, símbolo de independencia y dignidad, fue asesinado en 1961 por defender la libertad de su pueblo frente a los intereses coloniales que codiciaban el uranio y el cobre de su tierra. En Kosovo, los bombardeos de la OTAN en 1999 arrasaron monasterios ortodoxos y pueblos enteros, ignorando el valor cultural y espiritual de esas tierras. En Irak, Siria y Libia, las invasiones modernas destruyeron civilizaciones milenarias: los templos de Palmira, las bibliotecas de Bagdad, los museos de Mosul… desaparecieron bajo la excusa de la libertad y la “democracia”. En Ucrania, la guerra del Donbás, iniciada en 2014, fracturó familias y arrasó ciudades, mientras Europa obedecía las directrices de Washington sin detenerse a reflexionar sobre las raíces del conflicto…
Y hoy, en Gaza, la barbarie contemporánea borra del mapa hospitales, escuelas, universidades y mezquitas, atentando no solo contra vidas humanas, sino contra el alma misma de una cultura ancestral. Los débiles fueron tratados como amenazas, pero si se mira con atención, son siempre los fuertes quienes actúan como invasores, hostiles y violentos, robando y destruyendo lo que no les pertenece. Cada uno de estos crímenes constituye una violación directa del Pacto de Roerich, que pedía preservar lo más sagrado del ser humano: su cultura y su espíritu. ¿Por qué seguimos alzando banderas que nos dividen? ¿Por qué no levantamos la única bandera que puede unirnos a todos?
El corazón de esta tragedia se remonta mucho más atrás, a los tiempos de Babilonia, cuando los hombres, cegados por la soberbia, intentaron alcanzar el cielo construyendo una torre, tal como relata el mito ancestral. Allí nació la división, la confusión de lenguas y la ilusión de que unos podían dominar a otros. En ese mismo punto comenzó la inconsciencia del tiempo, el olvido del ritmo natural de la creación, y surgieron las primeras ideas colonialistas y de control, impulsadas por la desconexión con la armonía galáctica y por la energía destructiva que, según las tradiciones antiguas, proviene del planeta perdido convertido en cinturón de asteroides. Esa corriente de poder y dominación eclosionó siglos después en el Imperio Romano, la primera gran potencia mundial colonialista, que saqueó pueblos y aniquiló culturas en nombre de la civilización. Desde entonces, la humanidad ha permanecido atrapada en esa espiral de dominación: dominar o ser dominado, olvidando que la verdadera grandeza está en cooperar, no en conquistar.
Y en medio de esa ceguera, la Bandera de la Paz permanece silenciada. Nadie la levanta. Nadie la lleva a las calles. Se levantan banderas nacionales, ideológicas, partidistas, pero no la bandera que pertenece a todos. En las manifestaciones se agitan símbolos que dividen: ahora la bandera palestina frente a la israelí, la occidental de la OTAN frente a la oriental de la Liga Árabe, la de las grandes corporaciones frente a la de los pequeños mercados… Es importante apoyar a un pueblo que está siendo atacado por la inconsciencia de la tecnología y la deshumanización de los seres humanos frente al tiempo y el olvido de las 13 lunas, pero la bandera de Palestina, como cualquier símbolo de resistencia parcial, solo genera más odio y división si no se eleva sobre ella una bandera superior: la Bandera de la Paz, que unifique a todos bajo la conciencia universal. Solo la Bandera de la Paz puede trascender esas fronteras. No pertenece a ninguna nación ni religión; pertenece al alma colectiva de la humanidad. Es la bandera de la conciencia universal, del espíritu planetario que habita en todos los seres. ¿Qué pasaría si, en cada escuela, en cada templo, en cada protesta, ondeara la Bandera de la Paz?
Es importante señalar que, a nivel subconsciente, Occidente rechaza el Islam sin comprender su verdadera esencia. El Corán, libro sagrado del Islam, enseña que toda vida procede de una sola fuente. Entre todos los textos sagrados, es el único que fue revelado íntegramente como palabra divina, sin retoques ni manipulaciones posteriores, a diferencia de la Biblia, que fue modificada y reinterpretada a lo largo de los siglos. El Corán es puro, preservado tal como lo transmitió el profeta Mahoma, portador de un mensaje de unidad universal. Buda iluminó, Jesús habló con el corazón, pero fue a través de Mahoma que la revelación tomó forma escrita y codificada, dejando un legado eterno que recuerda la unidad de toda la creación. En su interior, el Corán guarda un código numérico sagrado, una arquitectura espiritual que refleja el orden divino del universo. No se trata de jerarquizar religiones, sino de comprender que el Islam custodia una de las más profundas enseñanzas espirituales: la unificación de los pueblos bajo una sola verdad. Sin embargo, los líderes que empuñan la Biblia como espada traicionan el mensaje de sus propios profetas. Netanyahu y quienes justifican la violencia en nombre de Dios no sirven a la divinidad, sino al poder, al ego y al miedo.
Hamas no existiría si Israel hubiera actuado con diplomacia y compasión. Surgió en 1987 como respuesta al fracaso de todas las vías pacíficas, tras décadas de ocupación, colonización y desprecio hacia el pueblo palestino. Cuando la humanidad ignora la justicia, la desesperación se transforma en resistencia. Netanyahu, en cambio, encarna la arrogancia del poder: se proclama defensor de su pueblo, pero lo arrastra al abismo, confundiendo la fuerza con superioridad y la venganza con seguridad. Ningún líder que sacrifica miles de inocentes para matar a unos cuantos supuestos terroristas de Hamas, bajo el pretexto de la fe, puede llamarse humano, y mucho menos divino.
El sionismo político se ha convertido en una enfermedad de la conciencia, basada en una falsedad fundamental: la creencia de que el más fuerte tiene derecho sobre el débil. Pero la naturaleza enseña otra ley: lo blando vence a lo duro, lo flexible vence a lo rígido, el agua erosiona la piedra. La conciencia, aunque parezca frágil y volátil, es invencible. La compasión es más fuerte que el acero. La paz no es debilidad: es sabiduría en movimiento. El taoísmo lo expresó hace milenios con el principio del Wu Wei, la acción sin acción, el fluir con el universo sin forzarlo. Quien levanta la Bandera de la Paz practica el Wu Wei: no impone, no ataca, no reacciona, pero transforma. La sola presencia de este símbolo disuelve la energía de la violencia, recordando que la verdadera fuerza reside en la armonía, la flexibilidad y la conciencia despierta.
Europa, mientras tanto, calla. Sus gobiernos, atrapados en la red de la OTAN y los intereses económicos, prefieren mirar hacia otro lado. Se indignan con discursos, pero no actúan. Los mismos que alguna vez hablaron de derechos humanos guardan silencio frente a los crímenes de guerra y la destrucción del espíritu. Donald Trump y otros líderes de ultraderecha siguen dictando las reglas del juego global, llenando de desinformación y alentando a quienes los apoyan, seducidos por su discurso arrogante y conservador, mientras las naciones se arrodillan ante la lógica del miedo. Ninguna institución internacional ha defendido verdaderamente el Pacto de Roerich, que prometió proteger la cultura del mundo. Ninguna bandera blanca con tres círculos rojos ondea sobre las ruinas de Gaza, ni sobre las múltiples manifestaciones planetarias en favor de Palestina. La humanidad sigue dividida, mientras el símbolo de la paz permanece oculto, esperando ser reconocido y levantado para trascender la dualidad y unir a todos los pueblos.
La verdadera liberación no vendrá de la política ni de la guerra, sino del despertar espiritual, el reconocimiento de la Bandera de la Paz y la restitución de la consciencia del tiempo con las 13 Lunas. La paz no es un tratado, es un estado de conciencia. Cuando los seres humanos recuerden su origen estelar, cuando comprendan que la vida de un niño en Gaza o en Tel Aviv vale lo mismo que la suya, entonces el ojo interior se abrirá. No habrá vencedores ni vencidos, no habrá bandos, no habrá miedo. Solo seres conscientes, unidos en la luz del entendimiento. El día en que eso ocurra, la humanidad habrá recordado quién es realmente. La oscuridad que hoy domina el mundo se disolverá como sombra ante la aurora. Porque la Bandera de la Paz no pertenece a una nación, sino al alma del planeta. Es la señal del nuevo tiempo, el llamado del espíritu a reconciliarse con la Tierra y a volver a escuchar el corazón de lo eterno.
Atentamente,
Maya Galáctico 999.
